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viernes, 21 de noviembre de 2014

Dia de los derechos de la infancia

Lo que más duele, como suele ocurrir con estos conmemorativos días, es que sea necesario recordar que los niños tienen derechos, y que haya que redactar estos derechos como si no fuesen ya de por sí evidentes.

Ser padre es difícil, ser padre soltero más, y peor sí eres un enfermo mental. En esta situación me ha costado mucho mantener a mi hijo en el interior de sus derechos. Me he visto obligado a recurrir a la ayuda de mi madre, y es que las madres son así, y también tienen su día conmemorativo. Pedir ayuda no es malo, y menos si lo haces para cuidar a un niño, lo malo es no recibir esa ayuda (que no es mi caso). El que se queda desamparado es el niño o la niña, recibe una educación desajustada, se ve obligado a sufrir una madurez temprana, pasa por una etapa de abandono, y crecerá viendo la realidad del mundo distorsionada por lo que la sociedad le ha dado.

No nos engañemos, niños así los hay también en el pulcro mundo occidental. No hace falta irse a Burundi para ver niños pobres y sin educación, pasando hambre. Basta salir a la calle y toparnos con la primera desgracia del día; algún crío obligado a mendigar.

¿Quién es el responsable? Bueno, todos lo somos en alguna medida, y no basta con apadrinar un niño para lavar nuestra conciencia. Apadrinar un niño está muy bien, sin embargo es mejor manifestarse en la calle para forzar a tu gobierno a que haga algo útil de una vez. Porque, dejemonos de chorradas, los responsables del bienestar de la gente en general, y de la infancia en particular, son los gobiernos. No sirve de nada que nos conformemos con votar, hay que actuar, tomar la calle y exigir la decencia que se nos debe. Y esa decencia no está en los millones que cobran o roban los políticos que forman los gobiernos, eso es el chocolate del loro. La decencia está en acudir a los rincones del mundo donde la infancia es un infierno, y dotar a esos rincones de agua corriente, escuelas, campos de labranza, industria propia... Me ataca caer en dogmatismos de tal evidencia.

¿Hasta dónde tenemos que aguantar esta vergüenza? La respuesta está en el viento.

Otto Oswald

viernes, 14 de noviembre de 2014

El ansia de morir


Prácticamente todos los que han pasado por una enfermedad mental han pensado en el suicidio alguna vez, y, pasado un tiempo, han hecho al menos un intento tímido de quitarse la vida.

En mi caso, la idea del suicidio me sorprendió por primera vez a los catorce años. La mezcla del miedo a la muerte y ansias de morir me han mantenido en una cuerda floja de dolor. Si; me he intentado suicidar varias veces, aunque no entraré en detalles aquí porque no es el lugar ni el momento.

El problema está en la desesperación. Me he sentido a veces tan inmerso en el miedo a la muerte que la única salida ha sido entregarme a sus brazos y a la guadaña que porta. Y es que tengo un terror mórbido a morir. Aun en este, digamos, ecuador de mi vida, me da la sensación de que me queda poco tiempo, y esa idea me quita el sueño y me destroza durante días. A estas alturas de la película ya apenas puedo ver por televisión la mayoría de series, películas o noticias en las que se hable de una muerte, ya sea de un bueno o de un malo. En los casos en los que me enfrento a ello, incluso en la ficción, me golpea una desazón sin igual que me recuerda que tengo fecha de caducidad, lo cual me enferma. Hace tiempo esta era la única idea; recordarme mi propia fugacidad. Sin embargo ahora es peor, pues sufro la muerte de cualquiera como la mía propia. No aguanto la idea de que alguien, sea como sea de cara a la sociedad, pierda la vida y caiga en la Nada que nos aguarda al otro lado. Esta idea de la Nada se me metió en el alma ya a los quince años, cuando me leí La Historia Interminable, de Ende. Para el que no conozca la novela, el centro del argumento está en que la Nada, un vacío absoluto, se come poco a poco el reino de Fantasía. Todo acaba bien, claro, cuando Bastian, el lector de la Historia Interminable y protagonista de la misma, salva a la Emperatriz. La cuestión es que ese concepto de Nada, de vació, de no existencia, me inundó ahogándome en él, y ya no me dejó. Bien es cierto que ya había coqueteado con la idea desde antes de esta lectura, aunque hasta entonces no se me hizo patente. ¿Cómo, entonces, alguien que acepta este criterio de después de la vida puede pensar en el suicidio?; bien, cuando llevas una semana casi en completa vela por temor a la Muerte, cuando ya no hay nada más salvo esa Nada inundando tus horas, cuando se acaban las lágrimas por miedo, en ese momento la idea de desaparecer no parece tan terrible.

Ahora está siempre patente, pero de otro modo. Pienso que me queda la mitad de la vida por delante, y aunque no sé que he hecho con la mitad de la vida que ya he pasado, me da la impresión de que voy haciendo las paces conmigo mismo, y de que, pasados los años, asumiré la idea de morir con buen talante y sin miedos.

Lo que no me abandona hoy por hoy no es la ideación de morir, sino la ideación de querer morir. Es decir, sufro tanto que (lo digo con miedo, por aquello de cuidado con lo que deseas) veo la muerte como única fuga. Esto es estúpido. Desde tiempos inmemoriales el ser humano se ha enfrentado al vacío de diversas formas, creando, por ejemplo, un Paraiso después del momento trémulo del último suspiro. Yo no tengo creencias religiosas, mi racionalidad lo impide. Otro modo es alcanzar la inmortalidad al estilo de Cervantes o de Alejandro Magno, participando en la Historia, con mayúscula, de modo que siempre se te recuerde. Esto también es efímero, pues no podrás disfrutar de tu triunfo una vez entrado en la Nada. Aun así persiste la idea de quitarme la vida, como un coqueteo mortal. No pretendo con esto decir que esa idea es normal, más bien pretendo servir de ejemplo; alguien con un miedo cerval a la Muerte que coquetea con ella. Terrible.

Supongo, como dije al principio, que todo el que tiene problemas de salud mental han pasado alguna vez por este trance de querer quitarse de enmedio. Pues bien, no lo magnifiquen ustedes, amables lectores, si son uno de ellos. No es nada magnífico, ni nos hace más interesantes, ni menos importantes, ni nada de nada. Tan sólo es un trance por el que debemos pasar todos los que sufrimos el dolor en vida que es no tener, a veces, la mente en su sitio.

Entiendase que no es necesario una enfermedad mental para ser un suicida en potencia. Cualquiera puede serlo en un momento de dolor, y la conclusión es la misma para todos; pregúntense si está preparado para afrontar el vacío, la Nada (perdonen el efecto moraleja).

Otto Oswald.

sábado, 8 de noviembre de 2014

El estado de la felicidad


La enfermedad mental parece sumirte en un estado constante de infelicidad. Conocí a una muchacha en uno de mis ingresos cuyo mayor problema era el temor a caer de nuevo en crisis y perder el "estado de felicidad". De este modo, en el eterno temor, no encontraba nunca su felicidad, y se pasaba el día llorando literalmente. Se te partía el alma al verla llorar, afirmando que nunca sería feliz, cuando lo único que debía hacer era olvidarse de la enfermedad.

Ésta muchacha sufría psicosis, y sus crisis eran mínimas y muy alternadas en el tiempo. Lo malo era que jugaba en la cuerda floja. Nunca sabía cuando iba a caer en crisis psicótica, y ese estado de alerta la llevaba al llanto.

Quiero decir que es facil decir carpe diem a quien sufre, pero eso no basta. La mayor estupidez que se le puede decir a alguien que sufre una enfermedad mental es aquello de "anímate". Yo afirmo que esa palabra es una majadería. Con el dichoso "anímate" nos quitamos el problema de encima, eliminamos nuestra responsabilidad; ya hemos hecho lo correcto animando al que sufre. No se dan cuenta estos pobres ignorantes (al fin y al cabo no es mala idea, sólo ignorancia) del daño que hace esa palabra, no caen en la cuenta de que cuando lo dicen, el sufriente aprieta los dientes por sentir que es estúpido y que, en realidad, basta con eso, con animarse. La culpabilidad crece; ¿por qué no me animo?, piensa.

El caso está en que el estado de felicidad se alcanza cuando se acepta que vendrán crisis, y cuando se tienen herramientas para sufrirlas, y de este modo disfrutar de los interludios de calma. Aun así, la medicación, las miradas, la terapia, todo lo que rodea a la enfermedad mental aun en estado de paz, te recuerda que el problema sigue ahí, y eso dificulta tomar perspectiva.

Lo que quiero decir es que no es un proceso sencillo. En esos intermedios lo más necesario es rodearte de risas, porque aquí surge la otra frasecita doliente; "¿estás bien?". Y así, el mismo que te pide que te animes, te recuerda cuando tienes la mente desviada que sí, que estás enfermo. ¡No lo olvides! Puede que mañana, o en una hora, o al instante siguiente, caigas en un delirio y estropees la fiesta de Nochevieja en la que todos están tan felices. Y terminas por farfullar una excusa para largarte de allí y llorar en una esquina.

¡Cuidado!, no escurro el bulto. Si te instalas en el miedo es culpa tuya, pues hay que aprender a sonreir ante este tipo de frases; ellos no son malos, lo único de lo que pecan es de preocupación por nosotros, y no saben hacerlo de otro modo. Tu labor es educar a los que más quieres para que te rodeen de un ambiente sano.

El estado de felicidad lo encontrarás en la comprensión, tanto de tu mundo interior, como del mundo de los que te rodean.

Otto Oswald.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Otto Oswald Pisttburg: Mi historia

corto-maltes


Se me conoce por muchos nombres, en el colegio fui Frankie y Parrón, más tarde, en mi adolescencia, El Rojo o el Maltés. Mis nombres son también Juan Miserable o Judas Magno, pero cuando escribo un verso lo firmo como Otto Oswald Pisttburg. Algún día os contaré la vida irreal de este poéta.

Nací en el Gran Sur, y en el Gran Sur crecí... Ya sabes, esas grandes ciudades del sur de Madrid a las que aun hoy llaman "pueblos". Perdí a mi padre a corta edad, con siete años, y tenía siete hermanos, del que yo era el quinto. Siempre estuve acogido por mi madre y por mis hermanos, pero yo también tenía algo de eso de rarito; un niño depresivo. Con ocho años sufrí un tumor en la rodilla, fue muy grave, los dolores eran horribles, y el bulto que me asomaba era brutal, pero durante un año los médicos no dieron con lo que era, y yo me pasaba mañanas enteras, día si, día no, en las salas de espera de los ambulatorios. Entonces comenzó mi pasión por la lectura. Mi hermano tenía y tiene una espectacular biblioteca, y me pasaba libros para que mis esperas se hiciesen menos pesadas. Claro, que las lecturas que me pasaba no eran para un niño de ocho o nueve años, y así descubrí a Poe, Maupassant, Borges... tantos y tantos. Con doce años ya había leído El Castillo, de Kafka, y, por supuesto, la Metamorfosis. Y otras docenas de libros, muchos, que me atrajeron increiblemente

De ahí mi pasión por escribir. Jesús, un gran profesor de sexto grado, me animó a escribir más y más, y desde los once años no lo he dejado.

En octavo de EGB tuve que dejar mis estudios y ponerme a trabajar, por cuestiones puramente económicas de casa. Con trece años acompañaba de peon a familiares albañiles, para sacarme unas pesetillas. A los quince entré por fin en mi primer trabajo serio, y en la que sería mi profesión para toda la vida; el metal. Pero las presiones laborales, mi cultura distinta, mi propensión al distanciamiento y a la depresión, me hicieron decaer. En la construcción, entonces, lo habitual era beber, y mucho, y raro era el día que no terminaba borracho. Os describo un día normal de trabajo para mi: siete de la mañana, café con los compis de curro y dos copas, (yo de ponche), nueve y media, almuerzo en el taller y dos cervezas, (tercios, en quince minutos), a lo largo de la mañana algún tercio, dos de la tarde, más o menos, comida, con un litro de vino o de cerveza, (yo de cerveza), después el café de la comida, con otras dos copas, por la tarde dos o tres tercios, para amenizar la jornada, a las siete salida, acompañar a los compis y tres o cuatro tubos de cerveza, luego con los amigos, y media docena de tercios o alguno más, los viernes en lugar de cerveza pelotazos, (yo ron con cola). Los fines de semana ya ni cuento.

Nunca fui alcoholico, pero esto me llevó por malos caminos. No es bueno subirse a un andamio borracho. Con dieciocho años cambio de empresa y paso a la TALGO, soy todo un oficial de primera, diez años antes de lo previsto, y gana un dineral. La gente a mi mando me saca veinte años y no soporta que les mande un chaval, así que me hacen el vacio. El dolor es tan grande, que una noche, a eso de las tres o las cuatro de la mañana, sin dormir por la depresión, agarro una cuchilla para papel y me cortó en los brazos; la depresión desaparece, pero el destrozo es brutal. Me diagnostican TLP.

Tengo que cambiar de trabajo, pierdo la que creí era la mujer de mi vida. Entro en una empresa de puentes gruas, -siempre en el metal, siempre oficial, siempre ganando mucho dinero y trabajando como un animal-, un día, un catorce de julio de 1992, pierdo el control del todo, meto la mano en una cizalla para chapa, piso el pedal y me amputo parte del índice izquierdo.

A todo esto, he comenzado a escribir y dirigir teatro. Es algo que me encanta y con lo que me empiezo a hacer un nombre como escritor. Escribo cuentos a todas horas, -cuentos que se pierden por aquí y allá-, una obra de teatro tardo quince días en escribirla, de lo febril que me pongo, escribo poesía a mano, -nace Otto Oswald Pisttburg-. Y sigo cortándome los brazos.

Pasan los años. Medicación, -mucha-, terapia, tratamiento... He dejado el alcohol, me cuido un poco. Mantengo relaciones de una sola noche, pues no quiero agarrarme a nadie. Comienzo un curso de teatro en un instituto de mi ciudad, para dirigir al grupo en vistas a un festival. Conozco a una muchacha divina, con la que comienzo una relación estupenda. Mejoro un poco, pero sigo siendo raro, sigo cortándome para huir del dolor de dentro, y a los dos años ella me deja. Y entonces ocurre algo curioso... La vida da muchas vueltas. Esa relación que perdí a los diecinueve, reaparece a los veinticinco. Me voy a vivir con ella, que tiene un hijo al que trato como mio, y tenemos un hijo en común, durante esos años dejo de autolesionarme. Pero aparece otra pesadilla; las voces. Conozco por primera vez lo que es la despersonalización, la desrealización y las crisis psicóticas. Cada vez medicamentos más fuertes, y cada vez alucinaciones más horribles. Mi mujer me abandona, a mi y a mi hijo. Comienzo una nueva vida de padre soltero, una noche no puedo con las voces de mi cabeza y las acallo de la única manera que me ha enseñado la vida; cortándome en los brazos. Me ingresan por primera vez. Pasaré muchos ingresos, atado a la cama, vigilado hasta para hacer mis necesidades, dopado, intentando quitarme la vida.

Mis alucinaciones crecen, cada vez más. Abandono la escritura, depués de treinta obras representadas en el Gran Sur. Empiezo con paranoias, me dopan tanto que tengo que usar un collarín, pues no mantengo la cabeza erguida, y un bastón, para no caerme por la calle.

Un día, tropiezo con una psiquiatra que me anima a escribir de nuevo; son mis cartas. Cartas a personajes imaginarios, que me escuchan y me responden desde lugares remotos. Vuelvo al verso, al cuento, al teatro. Mejoro...

sinbad-GoldenvoyageA día de hoy apenas me medico. No sufro alucinaciones, he salido de ese infierno. Pero apenas salgo de la cama. Escribo a trancas y barrancas, me ocupo de mi hijo, hago lo que puedo por no recaer. Pero los fantasmas me acosan, cada noche, como si se riesen esperando el momento de atacar de nuevo.

Otto Oswald Pisttburg