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martes, 31 de marzo de 2015

LOS BIEN LLAMADOS LOCOS
LOS OBJETOS IMPOSIBLES DE BORGES






Esos locos geniales, que nos hacen sonreír o nos dejan con la boca abierta con sus divinas locuras, se merecen un paso aparte, una nota de las gordas a pie de página.

Hoy quiero tocar una locura en especial, la de Jorge Luis Borges, un argentino genial que le dio al mundo de la fantasía un toque único e inimitable, y tomó una senda por la que nadie ha sabido seguir.

Este autor tan especial para mi, nació en Buenos Aires, a las puertas del siglo XX, en 1899, y murió en Ginebra, a punto de cumplir los ochenta y siete años de vida. Nos dejó muchos textos, de los que no destaca, en mi opinión, ninguno, pues todos son inigualables.

Yo accedí a Borges a los dieciséis años, de manos de mi hermano. Ya por entonces, lo sabréis si me seguís, sufría yo depresiones y comenzaba mi andadura por el TLP, sin saberlo. También me comenzaba a tomar en serio esto de escribir. Por entonces, muy influenciado por "El Señor de los Anillos" de Tolkien, me atraía la fantasía. Tanto era así que yo, como otros tres o cuatro amigos, comenzaba una novela de espada y brujería emulando al autor británico, sin caer en la cuenta de que casi lo plagiaba. También me regalaban por cualquier excusa libros de este tipo de fantasía que florecían como los tréboles en un campo primaveral. Pero, ay, pronto descubriría que esto de la fantasía no era sólo un mago malvado y un par de dragones; llegó a mis manos "El libro de arena" de Borges.

¿Cómo os puedo comentar este libro de cuentos? Tal vez deba comenzar por comentaros el cuento en si.

El libro de arena (me refiero al objeto imposible que da título al cuento, no al cuento en sí) es un magnífico objeto. Para empezar, por mucho que lo intentes, no puedes encontrar la primera página ni la última, siempre quedarán un par de páginas por pasar hacia adelante o hacia atrás. Si lo abres al azar, fíjate bien en lo que lees, pues es casi imposible que vuelvas a encontrar esa página, la cual está numerada al azar, y tan pronto te puedes encontrar una página baja como, digamos, la 203, como una casi imposible de numerar, como el 178.198.186.183, y pueden estar una al lado de la otra. Es, sin duda, un libro de arena.

Este cuento me impactó. Cambió mi modo de ver literatura, y me dirigió, en mis escritos, hacia una nueva meta.

Hay otros dos objetos imposibles, que os quiero comentar, salidos de la mente de este loco maravilloso. El primero no es un objeto, sino un punto en el espacio. Se llama Aleph, y si lo miras directamente puedes verlo todo. Y cuando digo todo me refiero a TODO, en el más amplio sentido de la palabra. Pasado, presente y futuro en todas partes y lugares vistos en un sólo instante, en el tiempo que transcurre entre un segundo y otro. Mirar al Aleph directamente te puede hacer perder el juicio.

Y el tercer objeto que conocer es el disco de una sola cara. Que es, exactamente, eso, un disco que sólo se puede ver por un lado.

Estos tres objetos imposibles son, sin duda, fruto de una locura genial, la de Jorge Luis Borges, autor que no se puede dejar de lado en esta vida, y que recomiendo leer en profundidad.

Yo conocí a Borges a los dieciséis, y a mis cuarenta y tres sigo leyéndolo y sumergiéndome en bibliotecas que lo quieren abarcar todo o en la mente de un joven que no puede olvidar nada. Este autor mandó en la fantasía y no ha sido igualado hasta ahora, su modo de relatar es melancólico y terrible. Adoraba a Poe y Maupassant, y bebió de otros locos maravillosos. Por favor, no lo dejéis pasar de largo.

Otto Oswald

domingo, 22 de marzo de 2015

LOS MAL LLAMADOS LOCOS

La palabra "loco" siempre me ha sonado divina, aunque el personal la use como arma arrojadiza despectiva. A mi me encanta, tiene mucho en su interior. El loco distingue una realidad tan valida como la del común de los mortales, y por norma suele ser una nueva maravillosa realidad, aunque, lo admito, también puede ser una pesadilla. Sea como sea, la locura siempre me ha parecido sinónimo de sensibilidad. Una locura bien encaminada suele producir una magnífica creatividad. Por eso hay locos bien llamados locos y locos mal llamados locos. Otro día hablaré de los bien llamados locos.

¿Qué pasa con esos que decimos que estaban o están locos y sólo eran unos meros animales, meras bestias? Me refiero, por supuesto, a aquellos que dedicaron su vida al sufrimiento ajeno. Como Hitler. Se ha dicho muchas veces de él que estaba loco, y yo creo que sencillamente era una víctima de la estupidez y la ignorancia. Hitler era supersticioso, casi analfabeto y corto de miras; no se merece el divino adjetivo de la locura en su biografía. Ocurre lo mismo con otros dictadores, todos conocéis unos cuantos, con mirar un pelín alrededor nos encontramos varios.

Otros mal llamados locos son los violadores, maltratadores extremos o asesinos en serie. Cuando conocemos las andanzas de un pederasta se nos escapa un "¡Dios mio!, que locura!", y de locura nada señoras y señores, es mera maldad, ignorancia supina y estupidez. Corren por la red unas páginas nada recomendables donde los pederastas justifican sus actos, diciendo que ellos son los auténticos amantes de la infancia. Pero esta justificación no es locura, es, no me canso de repetirlo, ignorancia.

El castellano, como el resto de las lenguas oficiales del estado, como el catalá o el galego, es muy rico y variado, y debemos buscar los adjetivos adecuados para este tipo de ignorancia. Os reto a buscarlo, os sorprenderéis de la cantidad de posibilidades que hay sin entrar en el pozo para todos de la locura. Sigue buscando, ya saben ustedes.

En la locura esta el tono despectivo, pero no hay un tono criminal, si llamamos a uno de estos ejemplos locos estamos justificando su conducta, y el termino debe ser utilizado con cuidado. Dali estaba maravillosamente loco; Charles Mason no estaba loco.

Un iluminado tampoco es un loco. Una persona que mueve a la sociedad a la que puede llegar a representar a la guerra y la venganza no es un loco, es un mal iluminado que busca una excusa para saciar su sed de violencia. Hablo, desde luego, de los terroristas. ¿Cómo se puede decir de alguien que mueve a la Guerra Santa que es un loco? De nuevo lo justificamos. Si realmente todos estos individuos fueran locos no deberían ser perseguidos por sus actos, si no por su estado mental, para intentar curarlos de su locura, y no es este el caso en absoluto. Alguien que usa una niña de ocho años como bomba viviente no es que no esté en su sano juicio, más bien es que carece de escrúpulos y valor.

Ghandi, otro loco magnífico, rechazo la violencia, y sin levantar una mano alcanzó sus objetivos. Si en realidad hiciese falta una Yihad, debería ser por medio de la palabra, no del puñal y la bala. Otro buen ejemplo es la independencia de Cataluña o Euskadi. Me explico; poco a poco, y sin violencia, Cataluña está más cerca de la independencia que Euskadi. Si al final estas dos comunidades culturales (odio hablar de fronteras) alcanzan esa independencia, será con la palabra y la tenacidad, y gracias a auténticos locos como Ghandi.

Y aquí me quedo. He prometido hablar de los buenos locos, los bien llamados locos, y lo haré. Porque no todo va a ser mal rollo en la enfermedad mental

Otto Oswald.

sábado, 14 de marzo de 2015

El sello de los malditos




                                     
                           EL SELLO DE LOS MALDITOS

Ir por la vida sufriendo una enfermedad mental es llevar la marca de Cain. Es curioso como se ha sensibilizado a las personas sobre otras dolencias o, también, sobre lacras y prejuicios como la violencia de genero o la homofobia. Sin embargo la enfermedad mental sigue en una bruma.

Sea como sea, el trabajo de concienciación en otras áreas me da esperanza de que a lo largo del Siglo XXI la enfermedad mental dejará de ser tomado como algo peligroso. Y la cosa no va mal. La primera vez que acudí a un psiquiátrico, con dieciocho años y en plena noche, aquello desoló a mi familia por el aspecto que ofrecía; las paredes grises llenas de manchas y desconchones en las paredes, los pacientes vagando por los pasillos a las dos de la madrugada, con batas tan desgastadas como las paredes, llenos de sedantes y antisicóticos hasta las orejas. Mi madre se negó a dejarme allí ingresado. Y unos quince años después repetí la visita. En ese momento era un lugar limpio y bien cuidado, con motivos alegres aquí o allá, con profesionales que no brillaban por su ausencia, sino todo lo contrario, siempre presentes, y había hasta un jardín bien cuidado. En esa ocasión si me quedé, y aunque no fue la mejor experiencia de mi vida (fue horrible, ya lo he dicho en otras ocasiones) al menos me sentí cómodo.

Es el sello de los malditos. La tele lo grita, y mi psiquiatra se indigna, cada vez que hay un crimen horrendo los noticiarios dejan caer la coletilla de "el presunto tenía antecedentes psiquiátricos". Olé.

Si no está bien decir que todos los curas son pederastas, que todos los musulmanes son yihaidistas, que no todos los gitanos son ladrones, entonces; ¿por qué es tan temible para el público en general las palabras "enfermedad mental"?

En el CSM adonde acudo para mis visitas psiquiátricas hay siempre un tríptico disponible para nuevos pacientes en el que se explica que no está solo. Es un buen comienzo para el que se enfrenta por primera vez a esto, y es mejor porque también está pensado para familiares. Un pequeño paso más. Pero me gustaría más que saliese por televisión y en las vallas publicitarias. No sé que lema le pondría. Aunque para eso hay creativos.

Y digo yo; ¿todos esos personajillos públicos, desde el presidente del gobierno hasta la voz de moda, no han pasado nunca por una depresión o una crisis de nervios que le hayan recetado un orfidal? Si nuestros ilustres ciudadanos esconden como una lacra todo rastro de inestabilidad nerviosa, me parece normal que sigamos siendo la marca de Caín. Y es que he visto al rey en muchos sitios, hasta en cárceles, pero nunca de visita a un psiquiátrico. Tendrá miedo, supongo, y al fin y al cabo, ¿a quién le importamos si muchas veces hasta tus familiares te rehuyen y los amigos te abandonan? No quiero ser llorica, pero repetiré la pregunta; ¿a quién le importamos?

Otto Oswald